Aunque la música es un arte que consiste en su devenir temporal, posee tanta unidad como las artes que se dan a simultaneo –a la vez, mediante un solo golpe de vista–, como la pintura, la escultura o la fotografía. Y esto sucede porque el fluir de la música no es un discurrir caótico y sin rumbo. De algún modo, en el comienzo de una pieza musical –sea una sinfonía de Haydn o una canción de los Beatles– ya está presente su final. El discurso musical se desarrolla con arreglo a unas normas lógicas y estrictas que garantizan su buena marcha. El hecho de que se tenga que adaptar a estas leyes básicas del contrapunto y la armonía, no sólo no reduce un ápice su originalidad, sino que la posibilita y favorece. Sucede como con esos magníficos recorridos construidos con fichas de dominó, en los que la primera ficha empuja a la segunda, ésta a la tercera y así sucesivamente hasta que todas van quedando tumbadas, originando una especie de movimiento coreográfico que fluye natural y espontáneo.
Esta característica, que pertenece a la naturaleza de la música, también tendría que darse en la vida de los seres humanos. Cuando el final está presente en el comienzo, entonces el flujo vital se desarrolla con arreglo a las leyes que garantizan su correcto devenir. Sin embargo, sabemos que muchas veces no es así. La libertad de que gozamos los hombres nos lleva en no pocas ocasiones a tomar decisiones que nos apartan del camino que debíamos y deseábamos seguir. En la mayoría de los casos en que las personas reconocemos habernos equivocado, ni siquiera sabemos explicar bien por qué lo hemos hecho.
«Hay veces en que realizamos acciones incomprensibles, y no nos esforzamos por entender el porqué. Preferimos pensar que somos así, y que no podemos cambiar.»
Se atribuye a Esopo una fábula que narra cómo un escorpión le pide a una rana que le ayude a cruzar un lago. Aunque en un primer momento la rana se niega porque sabe que los escorpiones son venenosos, termina accediendo. Se fía de la promesa del escorpión, que le hace ver que no le puede picar porque, en caso de hacerlo, morirían los dos. Cuando van por la mitad del lago, el escorpión pica a la rana con fuerza y comienzan a hundirse. La rana no comprende la reacción del escorpión y le pregunta por qué ha hecho semejante cosa. A punto de morir, el escorpión le contesta: «No lo sé, ranita; es mi naturaleza».
Pienso que esto es más o menos lo que nos sucede a los seres humanos con mucha frecuencia. Hay veces en que realizamos acciones incomprensibles, y no nos esforzamos por entender el porqué. Preferimos pensar que somos así, y que no podemos cambiar. Llegamos a creer erróneamente que no somos capaces de vencer la atracción de algo que, de algún modo, responde a nuestra naturaleza. Sencillamente interpretamos que, en determinados casos, la libertad consiste en abandonar el recorrido que tenemos trazado, porque aparecen otras alternativas que se nos antojan más atractivas y apasionantes; o porque –por cobardía, comodidad o negligencia– no nos consideramos capaces de mantenernos firmes en los cauces de lo que consideramos correcto. La consecuencia es que, de no rectificar, la primera ficha de dominó jamás tirará a la última.
La enfermera australiana Bronnie Ware ha publicado recientemente un controvertido libro titulado Los cinco arrepentimientos de los moribundos. En él cuenta cómo su experiencia al pie de las camas de miles de pacientes a los que ha acompañado en los últimos momentos de vida, le ha dado razones para cambiar de rumbo y afrontar la existencia de una manera distinta. La conciencia de saber que sólo disponemos de una única vida –la real, la de ahora mismo– ha de llevarnos a vivirla con plenitud, a sacarle el máximo partido. La cuestión que define en qué consiste este aprovechamiento de los días –el carpe diem, carpe horam de Horacio–, es el océano en el que muchas existencias naufragan, por carecer de un proyecto o un referente.
Conviene detenerse brevemente en los comentarios que con más frecuencia se repiten en esos pacientes terminales de que habla la enfermera, porque pueden proporcionarnos algunas pistas interesantes.
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EL AUTOR
Íñigo Pirfano estudió la carrera de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Realizó los estudios de Dirección de Orquesta, Coro y Ópera en Austria y Alemania, con directores de la talla de Karl Kamper, Sir Colin Davis, Karl-Heinz Bloemeke y Kurt Masur. Ha actuado como director invitado en algunos de los teatros más importantes del mundo. Por su labor como fundador y director titular de la Orquesta Académica de Madrid, recibió el Premio Liderazgo Joven 2011 de la Fundación Rafael del Pino. Ha publicado un ensayo sobre estética (Ebrietas. El Poder de la Belleza) y varios libros e interviene habitualmente como ponente en algunos de los foros más importantes de España, como la Fundación Telefónica, el IESE Business School y la Fundación Rafael del Pino. Es conferencista invitado del IDE Business School y director invitado de la Orquesta Sinfónica de Guayaquil.